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TEMA: La Muerte Invisible

La Muerte Invisible 05 Nov 2010 16:49 #323

  • alpana
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De nuevo aquí este relato que pretende honrar a los miles de liquidadores que dieron su vida para salvar la de millones.

La Muerte Invisible

Es la noche del último domingo de abril. Como tantos otros días festivos, Yuriy y su padre han pasado la tarde jugando y riendo, mientras su madre hacía las tareas de la casa escuchando la alegre música que una vieja radio emitía sin descanso. Al ponerse el sol, sin embargo, la música ha cesado, y en su lugar el transistor ha comenzado a escupir palabras sin sentido para el despreocupado universo del niño. Palabras que han enrarecido el ambiente, acabando bruscamente con las risas y las bromas.
Los grises y asustados ojos del pequeño observan ocultos tras la puerta los angustiados rostros de sus padres mientras hablan en voz baja. Ellos no saben que está ahí: le creen tranquilamente dormido, pero la tensión que satura el ambiente ha traspasado la infantil inocencia de los siete años de Yuriy. Desde la penumbra de su habitación trata de escuchar la conversación, y los pocos fragmentos que sus oídos consiguen captar sólo sirven para sembrar de miedo su corazón.
-Ya lo has oído, ha sido un pequeño accidente, uno de los reactores está dañado y necesitan trabajadores para repararlo. Ni siquiera han evacuado Pripyat, eso es que no hay ningún riesgo.
-No vayas Vasyl, por favor – ruega Svitlana mientras abraza a su marido.
-¡Son seis veces el sueldo de un mes en la fábrica! ¡Y ha dicho la radio que el partido te da como recompensa un coche! ¿Te imaginas? ¡Un coche! Podremos salir con Yuriy al campo, se acabaron los días encerrados aquí. Le vendrá bien tomar aire puro, lejos del humo de Kiev.
-¡Pero es peligroso! ¿Y si te pasa algo, qué haremos entonces tu hijo y yo?
-No pasará nada, el ejército te pone un traje especial, y dicen que sólo hay que estar allí dos minutos, por seguridad. No hay ningún peligro. Lo tienen muy controlado.
-No, eso nadie lo sabe con certeza. No están seguros de nada. Quédate a mi lado, por favor.
Svitlana pega su rostro al pecho de su marido, mojando con sus lágrimas la gastada camisa. El hombre alza con sus grandes y ásperas manos de obrero la delicada cabeza de su esposa, al tiempo que le susurra tiernas palabras de amor. Después la besa en los labios, suavemente al principio, para luego crecer en intensidad de igual modo que crece el desasosiego en el alma de la mujer. Sus brazos enlazan los cuerpos, sus manos buscan desesperadamente entre las ropas, sabedoras de que quizá sea esta la última vez que puedan devorar la piel del ser amado, la última vez que puedan fundirse en un solo ser.
Yuriy vuelve a la cama al tiempo que sus padres desaparecen tras la puerta de su cuarto. Su frágil mente intenta comprender qué está ocurriendo, y cuando en la silenciosa oscuridad de la noche oye gemir a su madre, cree que ella está llorando de nuevo, y de sus grandes ojos grises brotan amargas lágrimas hasta que al fin, agotado por la tensión, se queda profundamente dormido abrazado a su oso de peluche.

Aún no ha amanecido cuando la interminable caravana de camiones militares se pone en marcha, una fúnebre comitiva en dirección al infierno. En uno de ellos, Vasyl se acurruca en su abrigo de paño y enciende un cigarrillo para tratar de sortear el escalofrío que le recorre la espalda cuando el viento de la madrugada se cuela por entre las lonas del vehículo. Los hombres se miran unos a otros sin saber qué hacer. Bomberos, soldados o reservistas van obligados a enfrentarse al monstruo. Los demás, como Vasyl, acuden voluntariamente, ya sea por el más que necesario dinero, el reconocimiento y la gloria futuros, o simplemente porque creen que es su deber. A ninguno le sobran ganas de hablar. Todos piensan en quienes han dejado atrás, esposas, hijos, padres, hermanos... Todos confían en volver a verlos pronto. O, simplemente, en volver a verlos. Casi ninguno sabe que se dirigen hacia una muerte prácticamente segura, una muerte invisible.
Tras dos horas de penoso viaje los camiones se detienen bruscamente, y los hombres reciben la orden de descender de los vehículos. Nada más bajar, Vasyl se encuentra de bruces con la impresionante mole de la Central. Sus ojos se ven atraídos de forma irresistible hacia el reactor número cuatro, o más bien hacia las ardientes toneladas de escombros en que se ha convertido. En contra de las exageradamente optimistas informaciones que la noche anterior repetía la radio una y otra vez, la realidad golpea con crudeza a los recién llegados, que de inmediato se dan cuenta de que es la boca del infierno lo que les espera en ese lugar. Decenas de ambulancias abandonan la zona con las sirenas aullando lastimosamente, y cientos de soldados y tanques mantienen la seguridad mientras varios helicópteros Mi-8 sobrevuelan sus cabezas, arrojando sacos de arena y boro en las insaciables fauces del reactor. Uno de los aparatos hace un ruido extraño, comienza a girar sin control y choca contra una grúa, precipitándose contra el suelo convertido en una pavorosa bola incandescente. Al grito de un oficial, un pelotón del ejército soviético escolta a los “liquidadores” al interior de un enorme edificio, donde les darán las instrucciones y el equipo necesarios para llevar a cabo su misión.

Svitlana se despierta sobresaltada buscando instintivamente el cuerpo de su marido, pero lo único que encuentra es un frío y espectral vacío entre las sábanas. Desde que se casaron es la primera vez que Vasyl no se despierta a su lado, y un cruel presagio se clava en su alma desgarrándola como un cuchillo oxidado. Se levanta de la cama intentando convencerse a sí misma de que es una tonta y que su marido estará de regreso en un par de días con su alegre y cálida sonrisa. Se pone su bata y calienta un poco de leche para Yuriy. Ella tiene el estómago encogido y prefiere no tomar nada. Después despierta al crío, le saca a tirones de la cama porque, como siempre, le cuesta abrir los ojos, y le da el desayuno. Mientras tanto ella se asea y se viste, y cuando el niño ha terminado le enseña a ponerse solo la ropa, le da su cartera con los libros y se van juntos hasta el colegio, apenas a tres manzanas de distancia.
-Adios hijo, pórtate bien, y haz caso al señor Klitschko.
-Adios – Yuriy corre hacia el recinto escolar mientras su madre espera junto a la verja del patio. Cuando Svitlana emprende el camino de regreso a casa, la voz de su hijo la detiene.
-¡Madre!
-Dime, ¿qué se te olvida esta vez? – pregunta al tiempo que se vuelve buscando al niño.
-¿Cuándo va a volver Padre?
Gracias al trajín habitual de cada mañana, la mente de Svitlana ha olvidado la pesadilla que está sufriendo. Atender a su hijo ha significado un breve aunque reparador descanso, pero al oír la inocente pregunta su cara se contrae en una mueca de temor, mientras su cerebro se pierde por unos instantes en algún lugar que solamente parece existir para ella.
-¡Madre!
La mujer regresa de la salvaje marejada de sus propios pensamientos, y esbozando una forzada sonrisa, se traga el inminente llanto mientras dice – Pronto hijo, muy pronto.
Svitlana regresa a su hogar, pero a mitad de camino se da cuenta de que no le apetece meterse entre cuatro paredes que le recuerdan a Vasyl en cada grieta, en cada rincón, en cada olor… Pasa de largo por delante de su portal y comienza a caminar sin rumbo, con paso ausente, recorriendo oscuros callejones y amplias avenidas, ajena a la gente que pasa junto a ella, gente sin rostro, sin alma, gente que camina con prisa, sin reparar en quién se cruza con ellos, gente sin ninguna importancia en el reducido mundo de Svitlana. Podrían no existir y ella sería igualmente feliz teniendo a su lado al hombretón rudo pero sensible y cariñoso con el que eligió pasar el resto de sus días.
El sol brilla en el cielo azul con una intensidad inmaculada. Después de los gélidos meses invernales se agradecen estos días de primavera que calientan tanto el cuerpo como el espíritu. Hoy, en cambio, Svitlana siente un incómodo frío interno. Un frío que traspasa su piel y horada músculos y huesos, como si la estación de las nieves hubiera regresado para quedarse para siempre en su ánimo, para asentarse en su corazón como un negro y cruel invierno nuclear.
Su mente empieza a viajar por días pasados, tiempos en los que ambos tenían sueños de juventud. Recuerda el día que se conocieron, los largos paseos agarrados de la mano haciendo planes para el futuro, las tardes de amena conversación y tiernas caricias, alguna noche en el teatro… A él no le gustaba, pero a veces la llevaba por sorpresa a ver el ballet, o alguna obra de Ostrovski o Tolstói, y se quedaba dormido con la cabeza cómicamente ladeada en la mitad de la representación, y ella le daba codazos mientras le decía “despierta, nos está mirando la gente, qué vergüenza”. Entonces él se estiraba y decía “ya, ya está, ya me despierto” y a los diez minutos vuelta a empezar.
Una melancólica sonrisa se asoma a sus labios por un instante, pero el mismo recuerdo le hace sentirse aún más sola, y un rictus de dolor contrae de nuevo su pálido rostro mientras encoge los hombros de modo inconsciente. Unos niños jugando al fútbol en un parque le hacen pensar en Yuriy, y de pronto se da cuenta que no sabe cuánto tiempo ha estado vagando por las calles de la ciudad. Mira su reloj y comprueba asustada que su hijo ha debido salir hace rato del colegio. Corre a toda prisa, rogando al cielo que no le haya pasado nada, hasta que al fin dobla la esquina y encuentra al niño sentado en las escaleras de entrada con semblante aburrido.
-¡Yuriy! – le llama, con la voz quebrada aún por el esfuerzo y el miedo.
-¡Madre! ¿Dónde estabas? Hemos salido hace un montón.
-Lo siento hijo, se me ha hecho tarde.
-¿Cuándo me vas a dejar volver sólo a casa? Ya soy mayor, y así no tendrías que venir a buscarme, y tendrías más tiempo para hacer las cosas de casa y la comida.
-Ah, ya veo.
-Tengo hambre, ¿qué hay de comer?
Svitlana se da cuenta de que ella también está hambrienta. No ha probado bocado desde la noche anterior, y se siente culpable por no haberse acordado de Yuriy en toda la mañana – No he tenido tiempo de hacer la comida, lo siento. Vamos rápido a casa y en seguida preparo algo.
-¿Y lo de volver a casa solo?
-Ya hablaremos el año que viene.

Vasyl se enfunda un mono de tela blanca, unas botas y un par de guantes de goma, y espera nervioso a que unos operarios le coloquen con cinta adhesiva láminas de plomo alrededor de su cuerpo que deben protegerle de la radiación. Mientras le colocan la máscara de gas repasa mentalmente las instrucciones que su grupo ha recibido hace unos minutos. Los liquidadores tienen que subir corriendo al techo del reactor, donde sólo podrán estar dos minutos como máximo. Cuando estén allí deben recoger con palas o, si fuese necesario, incluso con sus propias manos, los escombros que encuentren, especialmente los fragmentos de las barras de grafito que servían para controlar la fisión, y arrojarlas al núcleo incandescente.
“Trabajen sin descanso hasta que llegue otro grupo a relevarles. Si siguen las instrucciones al pie de la letra no deben temer nada”, les han dicho.
Al fin llega el momento. El grupo de valientes hombres recibe la orden de avanzar. Los liquidadores corren sin pensar hacia su incierto destino, exprimiendo sus fuerzas hasta el límite para tirar de los casi cuarenta kilos que pesan los improvisados trajes antirradiación, subiendo escaleras y rampas que en poco más de un minuto les llevan hasta lo poco que queda de la cubierta del reactor número cuatro. Vasyl es el primero en llegar arriba. Respira agitadamente por el esfuerzo, y la máscara de gas sólo consigue acentuar la agobiante sensación de falta de aire.
Sin dudar un segundo se acerca al inmenso cráter que libera ingentes cantidades de radiación a la atmósfera y arrebata la pala a uno de los hombres que están trabajando allí. El calor es simplemente insoportable. El sudor que impregna su cuerpo tras la carrera se evapora en pocos segundos y los pequeños cristales de la máscara se empañan, impidiéndole ver con claridad. Clava la pala entre los restos de hormigón y acero y los arroja al averno. Una y otra vez, sin tregua, sin pensar, ignorando el calor, el cansancio, el miedo, hasta que alguien le toca el hombro y le quita la pala de las manos. Cuando Vasyl se retira, una fuerte jaqueca comienza a martillear sus sienes sin piedad.

Svitlana da un beso de buenas noches a Yuriy, apaga la luz de la habitación y vuelve al salón. No ha tenido valor de encender la radio en todo el día, pero ahora, en el silencio de la noche, la soledad carcome su espíritu y necesita algo que le haga compañía. Gira el interruptor y la grave voz de un locutor recita de forma aséptica las últimas novedades acerca del accidente.
“El gobierno de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha ordenado esta misma tarde la evacuación de toda la población en un radio de cincuenta kilómetros alrededor de la Central Nuclear Memorial Lenin, siniestrada el pasado sábado veintiséis de abril a la 1:23 de la mañana. Alrededor de ciento treinta y cinco mil personas serán desplazadas de sus hogares, en las ciudades de Pripyat, Chernobyl...”
Svitlana deja de escuchar la incesante retahíla de noticias. La terrible verdad golpea su cerebro con violencia, y mientras piensa que han tardado más de dos días en empezar a evacuar a esa pobre gente, cae en la cuenta de que, una vez más, el viejo y caduco régimen les ha engañado. Sus ojos dejan escapar húmedos fragmentos de su alma hecha pedazos. Sabe con certeza que jamás volverá a ver la sonrisa de Vasyl. Apaga la radio y camina con la mirada perdida hasta el cuarto de Yuriy. El niño ya se ha dormido, y ella le acaricia el pelo durante un segundo, para luego tumbarse en el suelo de frías baldosas junto a la cama de su hijo, donde se queda encogida con la mente perdida en un teatro.

A poco más de cien kilómetros de allí, en el Hospital número seis de Pripyat, la Muerte Invisible se cobra una nueva víctima.

© Alpana, Abr. 2009
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Última Edición: 12 Nov 2010 18:27 por alpana.
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Re: La Muerte Invisible 05 Nov 2010 17:03 #328

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a la mierda, se me puso la piel de gallina con la ultima frase, muy bueno aunque muy triste.

Felicitaciones.
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Re: La Muerte Invisible 05 Nov 2010 17:06 #330

  • alpana
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Gracias.
Lamentablemente, aunque salió de mi cabeza, seguro que hubo más de un caso similar a este. Muchos de los liquidadores sabían a lo que iban, y tenían claro que tenían muchas posiblidades de morir, pero otros muchos fueron engañados, creyendo que todo estaba controlado y que corrían un riesgo mínimo.
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Re: La Muerte Invisible 05 Nov 2010 17:09 #332

  • tobolococo1
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una desgracia en verdad.
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