Pues hala, reabro esta sección con uno de mis escritos antigüos. Una lástima la pérdida de lo anterior. Espero que los demás escritores tuvieseis guardada una copia de vuestros escritos.
RADIACION
Mi cuerpo gastado sucumbe velozmente a los devastadores efectos del uranio mientras el émbolo empuja hasta mis venas la última dosis de fármaco antirradiación que queda en mi botiquín.
Se acabó, ya no hay más.
Una dosis insuficiente que, me temo, sólo logrará retrasar unos pocos minutos el momento fatal, mientras mi mente se pregunta de nuevo si no había otra solución, si era totalmente necesario atravesar el Bosque Rojo.
Dejo caer la jeringuilla, el laboratorio científico está a tan sólo dos kilómetros, allí sabrán cómo ayudarme, pero dudo que sin ayuda pueda llegar ni siquiera a la mitad del camino.
Vamos, un último esfuerzo.
Me pongo penosamente en pie, abro una nueva lata de bebida energética y me la bebo de un trago, sin respirar el viciado aire que me rodea y que ulcera mis pulmones, sin siquiera sentir sobre mi piel ya en descomposición las ardientes gotas de agua cargadas de isótopos radiactivos que desde hace cuatro días enfangan sin tregua las negras tierras de esta asolada región de Ucrania.
Qué mal sabe esta mierda.
No parece hacer mucho efecto. Mi cuerpo ya no asimila las sales minerales ni la cafeína de la bebida isotónica. La lata cae de mi mano, junto a mi mochila y mi Kalaka*, llevándose consigo la piel muerta de mis dedos embotados. Decido dejar todo allí para poder avanzar más rápido, aunque tampoco creo que pudiese agarrar todo ese peso con mis manos, ahora que se han convertido en unas masas de carne informe con la piel ennegrecida en los pocos sitios donde aún existe, con enormes y dolorosas pústulas palpitantes y sangre oscura rezumando por los poros infectados. Solamente llevo conmigo el dinero que, en caso de encontrar a alguien, me servirá para comprar el tratamiento que me devuelva la salud, si es que eso es todavía posible.
¿Quién me mandaría venir a este puto lugar…?
Comienzo a correr en dirección al bunker, pero pronto el esfuerzo me produce un ataque de tos que parece desgarrarme las entrañas como si un chupasangre me las arrancase con sus afiladas garras. Acompañando los espasmos sube un denso fluido por mi garganta, y con un último y violento estertor mi boca expulsa la bebida isotónica mezclada con una baba negra y hedionda que me chorrea por la barbilla y cae sobre mis botas manchadas de barro. Caigo de rodillas doblado por el dolor; otra bocanada de esa hiel negra y amarga cae sobre unas flores resecas que, rápidamente, igual que yo, igual que todo, se pudren bajo la maldición de esta tierra infame. Entre el oscuro vómito distingo unos pedazos de algo extraño, trozos de goma o látex. Cojo uno con la punta de los dedos para examinarlo más de cerca. La poca sensibilidad que me queda me permite percibir que es blando y gelatinoso.
¡Dios!
De repente mi mente cae en la cuenta de que, igual que por fuera, me estoy deshaciendo también por dentro, de que “eso” es un pedazo de alguno de mis órganos internos, y con un repentino asco lo lanzo a unos metros de mí.
Vuelvo a ponerme en pie y empiezo a caminar de nuevo, negándome a aceptar la evidencia, negándome a creer que este va ser mi fin, resistiéndome con todas mis fuerzas a que este asqueroso lugar acoja mis pútridos restos.
No vas a poder conmigo.
Mis piernas no son tan fuertes como mi cabeza, y al intentar bajar un terraplén caigo al suelo rodando por el suelo golpeándome contra unas rocas que me esperan al fondo del agujero. Al hacerlo, un chasquido seco me hace saber que alguno de mis huesos se ha roto. No percibo el dolor, quizá porque mis terminaciones nerviosas comienzan a fallar devoradas por la radiación, quizá porque el sufrimiento inhumano que martiriza mi abdomen no me deja distinguir ningún otro padecimiento, o quizá porque lo que se quebró fue mi columna vertebral.
Trato de levantarme pero mis piernas no responden a mi cerebro. Pruebo de nuevo, golpeo las piernas con los puños; nada.
Así que ese crujido era mi espalda…
Desesperado me llevo las manos a la cabeza. Dos mechones de pelo se quedan pegados a mis sanguinolentas manos. Los veo con mirada extraviada, sin comprender del todo y a la vez entendiendo a la perfección. Entonces, por primera vez desde que era niño, mis ojos se llenan de lágrimas, unas lágrimas que tiñen mi vista de rojo, aunque a estas alturas eso ya no me sorprende.
Mis ojos también sangran… Me deshago.
Trato de limpiarme el llanto, pero lo único que consigo es que se me peguen grumos de sangre y carne deshecha a los ojos empeorando la situación, aunque a estas alturas nada puede ir peor.
…
Mi mente se queda en blanco. Ya no me quedan fuerzas. Vuelvo a toser y un poco más de líquido pútrido resbala por mis labios agrietados. La respiración cada vez se me hace más difícil, un gorjeo húmedo acompaña cada expiración de mis pulmones. Solo me queda esperar el fin. Mis párpados se cierran lentamente, me cuesta mantenerlos abiertos. Se que ya es tarde para creer en nada, pero si supiera alguna oración rezaría.
Mis ojos casi cerrados apenas distinguen un cielo rojo, esta vez no a causa de ninguna emisión, y recortadas contra las nubes las negras siluetas de varios cuervos que descienden impacientes sobre mí.
¿No podéis esperar un poco más, malditos cabrones…?
Alpana
* Coloquial, Kalashnikov